MAKINE, ANDREI
Cuando Andrei
Makine llegó a Francia desde su Siberia natal escribía ya en francés. Y en
esa lengua redactó sus dos primeras novelas, que sólo consiguió publicar,
después de que varias editoriales las rechazaran, gracias a un engaño: inventó
a un traductor -con el nombre, en masculino, de su bisabuela materna, Albertine
Lemonnier-, quien teóricamente habría traducido del ruso la obra del autor. Tan
sólo después de que a duras penas viera la luz su tercer libro en 1994, logró
afirmar su calidad de escritor francés. Pero ¡hete aquí que su cuarta novela, El
testamento francés, que apareció humildemente en una pequeña editorial,
gana en 1995 el Premio Goncourt y de
pronto vende más de medio millón de
ejemplares!...
Precisamente en El testamento francés nos revela Makine, sin proponérselo, parte de
estas vicisitudes: ¿cómo podría haber sido de otro modo en una novela como
ésta, la más autobiográfica de cuantas ha escrito? Reflexiona sobre ella Héctor Bianciotti en Le Monde: «En ese género, cuanto más se
avanza enmascarado, más corre uno el riesgo de acercarse a sí mismo, y así
hasta perderse de vista...».
Este es el relato de un hombre, nacido en las heladas
estepas siberianas y obsesionado con una fabulosa Atlántida, y de su
excepcional abuela materna, Charlotte,
fuente inagotable de historias que, a lo largo de su vida extraordinaria, le va
contando casi desde la cuna. Hija de una familia francesa que se traslada a
Rusia en 1903, poco después de la visita del zar Nicolás II a París, Charlotte, que es una mujer culta,
nostálgica de la ciudad y de sus cafés iluminados, pese a la dura travesía de
episodios atroces, les habla a sus nietos, hijos de la era postestalinista, de
hechos extravagantes extraídos de viejos periódicos ocultos en una maleta que
ha escapado por milagro a dramáticos éxodos y desgarradas vivencias. Pero
también les cuenta fábulas, les lee extraños textos, les recita poemas en
francés, les enseña viejas fotos que los trasladan muy lejos de su miserable
realidad y que los convencen de que la Atlántida a lo mejor existe... ¡y de que
bien merece ser conquistada!
Y así lo hizo Makine:
encontró su Atlántida no sólo en Francia, sino en su lengua, en la lengua de
las historias de Charlotte.